Nací y me crié en la ciudad más flamenca del universo, la que tiene más flamencos por metro cuadrado, pero solo me aficioné a este arte cuando salí de ella.
Esta curiosa paradoja personal no creo que me sea exclusiva. Tiendo a pensar que es común entre cualquier persona de mi generación y de mi clase social, que no era otra en aquel tiempo –ni ahora- que pura clase media. Una clase media donde se inculcaba la cultura del esfuerzo y la dedicación al estudio, y que no tenía acceso ni querencia alguna por unas manifestaciones flamencas que le eran ajenas, aunque, de forma curiosa, en nuestro caso, las teníamos casi en la puerta de la casa.
Sirva, pues, esta digresión, de raíz un tanto personal, como exponente de un hecho sustancial: la brecha social que el flamenco ha tenido en nuestra ciudad y que ha hecho que nuestro preciado arte no haya penetrado como debiera en el tejido social de Jerez.
El flamenco era en aquel tiempo privativo de las familias gitanas y de la gente cercana a ellas, con las que compartían vecindad. En el otro extremo, de la gente rica, de los señoritos, para entendernos.
Evidentemente, en la actualidad, ya no existen prácticamente señoritos ( o es otro tipo de señorito) y la clase media ha dejado de tener esa querencia mimética por ellos que durante mucho tiempo le caracterizó. Con la evolución social, económica y demográfica, en Jerez se constituyó una nueva clase media, numerosa y fuerte, aunque no estoy seguro de que por ello adquiriese una personalidad propia. Y pienso que, entre sus rasgos fundamentales, no ha estado precisamente ser flamenca. Se trata, posiblemente, de una de las más antiguas y nunca superadas asignaturas pendientes de la ciudad.
Pero no nos escandalicemos ni apenemos por ello. Ni tan siquiera nos sorprendamos, que al fin y al cabo somos un lugar de peregrinación para aficionados de todo el mundo y la envidia de otros lugares, incluso históricamente flamencos.
Porque en Jerez, al menos, aún se mantiene una cierta actividad que, por momentos, llega a ser importante. Existen muchas peñas, más que en ningún otro lugar, y algunas de ellas son muy activas, lo que nos proporciona momentos de privilegiada exquisitez. También hay academias que programan cursos y atraen a mucha gente hasta aquí. Y en algunas fechas del año gozamos de programaciones excepcionales de repercusión internacional. Podríamos asegurar que en Jerez se escucha o se puede escuchar flamenco gran parte del año y, si las cosas se hacen bien, se podría garantizar su presencia en todas las estaciones.
Pero, sobre todo, Jerez es poseedora de una historia y de una personalidad muy rica, llena de colores y variantes, que la identifica de una forma única e inimitable. Esa identidad nuestra tiene que ser motivo de orgullo y su preservación todo un reto, por más que ese sea quizás un objetivo que esté en manos del tiempo.
Pero no se puede vivir tan solo del pasado por muy esplendoroso que sea, que en nuestro caso lo es. La nostalgia está vedada si nos impide el disfrute del presente y la visión del futuro. Los tiempos han cambiado mucho y ya nada volverá a ser como antes, así que, con la mochila de la memoria bien repleta del legado de nuestros mayores, toca aprestarse al disfrute de nuestros contemporáneos, no vaya a ser que nos los perdamos y lo tengamos que lamentar después.
Aunque reconozco que en muchas ocasiones puedo tender al optimismo en mis análisis, no creo ser optimista cuando observo que, por más que hayan cambiado las cosas, tenemos en Jerez en estos momentos una generación de artistas considerable en número (se encuentran censados más de trescientos) y, lo que es más importante, una generación admirable desde el punto de vista artístico.
Sin hacer distingos, que está feo, párense, por ejemplo, a pensar en el nutrido y brillante plantel de guitarristas actuales. Algunos proceden de la escuela del legendario Rafael del Águila; otros continúan la estela de distinguidas sagas familiares como la de los Morao o los Parrilla, los más son inmediatos discípulos de la escuela de Balao o de Carbonero. Todos ellos, sin excepción, ensanchan los límites de la sonanta flamenca con un lenguaje nuevo que siempre sabrá sonar a Jerez.
Podríamos seguir hablando del cante o del baile, pero no es el objetivo. Permítanme, a cambio, echar una mirada al futuro. Siempre he observado entre los aficionados una cierta preocupación ante el inminente peligro de extinción de la fuente original, de la transmisión oral, dispersa como dispersa es la residencia de sus portadores. Tengo que reconocer que, por momentos esa sensación ha llegado a ser angustiosa, pero pienso que frente a la dispersión y al peligro de extinción, la genética nos está echando un cable y se rebela en muchos artistas que, de manera milagrosa, rescatan y refrescan el eco de sus mayores.
Dos breves datos al respecto. ¿No fue una buenísima noticia la de la noche de los jóvenes de la pasada Fiesta de la Bulería? Ilusionante, como poco. Y otra buena noticia que es, además, doble. En sus dos últimas ediciones la Bienal de Flamenco de Sevilla ha otorgado sus premios Giraldillo a la Revelación a dos artistas jerezanos: al guitarrista Manuel Valencia en 2014 y a la cantaora María Terremoto en la reciente de 2016.
El flamenco de Jerez hunde sus raíces en artes y costumbres de origen doméstico, familiar, y tenemos la suerte de que aquí se haya podido disfrutar la riqueza de los muchos acentos debidos a las familias gitanas. Pero también desde Jerez han salido muchos profesionales que han llevado su arte más allá de nuestros límites. Y eso viene sucediendo desde los tiempos de Manuel Torre y Don Antonio Chacón hasta nuestros días, en los que un buen número de artistas actuales (cantaores, guitarristas, bailaores y palmeros) siguen llevando el acento de Jerez allá por dónde van. Y eso por más que, por exigencias profesionales, tengan que estar versado en un amplio abanico de estilos.
Soy de la opinión de que esos cantaores pueden seguir transmitiendo el eco, la manera de hacer de Jerez allá por dónde vayan. He estado en un tablao de Madrid e identificado a un jerezano de Santiago desde el primer ayeo; y puedo estar viendo un espectáculo en cualquier teatro o auditorio y percibir cuando un eco plazuelero entra en la escena. No por salirse de los estrictos cánones del cante de Jerez tienen por qué perder nuestros artistas naturaleza ni eco. Tan solo participan del amplio y rico manantial del flamenco, a la vez que amplían sus propios límites profesionales.
El flamenco de familia como riqueza propia y la profesionalidad como un derecho cuyo ejercicio no tiene por qué desnaturalizar al artista ni despojarle de su identidad original. De la dialéctica entre lo propio y lo ajeno, entre la raíz propia y el acerbo común, solo puede surgir enriquecimiento.
Y hablaba antes de no apenarnos ni escandalizarnos por el estado del flamenco en nuestra ciudad , sobre todo, porque si miramos la situación de nuestro arte a nivel del Estado español, el ánimo se nos podría ir directamente por los suelos. No es algo precisamente nuevo y una de las contradicciones más flagrantes y asentadas en nuestra cultura patria.
Y se trata de una contradicción porque el flamenco es, lo quieran o no, una inevitable seña de identidad cultural de España que, paradójicamente, ha sido tradicionalmente rechazada por las élites culturales y la sociedad en general. Todo ello tiene, sin duda, que ver con un antiflamenquismo de carácter histórico que se encuentra firmemente establecido desde el siglo XIX y penetra hasta el presente de forma paralela a la propia historia del flamenco.
Esta contradicción, vista desde fuera, resulta tan llamativa que hasta es objeto de estudio y así lo ha sido, de nuevo, de manera reciente. Llama la atención que, a pesar de ser conocido universalmente, este arte no goce de la misma popularidad en toda España. Muchos españoles detestan la identificación del flamenco como algo plenamente español y ven este arte como puramente andaluz y concretamente gitano. Resabios del antiflamenquismo, reliquia de una España vieja y casposa.
Realmente hemos sido objeto de estudio y de interés casi desde la misma génesis del arte flamenco. Desde los tiempos de los decimonónicos viajeros románticos hasta esos otros “viajeros” actuales, intelectuales de otras naciones y culturas que se acercan interesados a nuestro arte. Estudiosos y curiosos que nos han aportado lo que el profesor José Luis Navarro denomina “la mirada extranjera”, y que es algo más que una visión: nuevas ideas que enriquecen el concepto cultural del nuestro arte.
El aprecio y la valoración del arte flamenco en el extranjero frente al desprecio o la disimulada vergüenza que provoca en el país del que parte. Se trata, además, de un aprecio, el del extranjero, que no se circunscribe a las élites intelectuales, sino que las traspasa para atraer con su magia a espectadores de todo el mundo. Y eso es algo que lleva mucho tiempo sucediendo: desde los años de Carmen Amaya y Sabicas, con el legendario promotor Sol Hurock, a los actuales Flamenco Festival, que recorren gran parte de la geografía mundial, desde EE.UU. a Dubai, de la mano del entusiasta Miguel Marín.
En estas cosas el flamenco no ha cambiado quizás en el último siglo y hoy como antaño la vida de nuestros artistas depende en gran medida de sus trabajos en el extranjero. Y es que el flamenco, que nace como expresión tan doméstica como tabernaria, no tardaría mucho en constituirse en un medio con el que sus protagonistas se pudiesen ganar la vida, que la necesidad de buscar el pan es tan antigua como el hambre. Nace de esa forma el profesionalismo, que además de dar de comer a muchas familias, ha sido fundamental para la cristalización de muchos estilos y variantes de estos estilos.
Y con el profesionalismo, el artista se hace viajero o residente en los lugares donde encuentra el sustento, lejos de su familia o de su entorno. Pienso, por ejemplo, en la nutrida generación de artistas jerezanos que poblaron los tablaos madrileños en los años 60 y 70 del pasado siglo. Sordera, El Serna, un Terremoto que llevaba en el bolsillo de la chaqueta su propia dirección, que no sabía leer, para dársela al taxista al terminar su trabajo. Pienso también en los que frecuentan las lejanas tierras niponas e incluso encuentran la muerte allí, tan lejos. Los que ahora van a Dubai o Qatar, que es donde hay dinero; y los que desde hace casi un siglo atraviesan el atlántico para dejar su arte en tierras americanas. No olvido a aquellas compañías que recibía Antonio Jiménez El Morsilla en Buenos Aires, ni a los flamencos que cocinaban en los cuartos de hoteles en Nueva York para ahorrar y poder mandar a casa, ni a los bailaores que se dejaban las piernas en giras donde encontraban un pavimento de hormigón para bailar, como un día me contaba el maestro José Greco.
Para mí, los artistas viajeros son los héroes del arte flamenco. Muchos han dejado su salud por los escenarios de medio mundo e incluso han llegado a fallecer en ellos. Otros se han visto envueltos en terribles peripecias y hasta sobrevivido a revoluciones. Es el caso del Maestro Juan Martínez, que estaba allí, en la mismísima revolución rusa, como nos narró en un magnífico libro el periodista y escritor Manuel Chaves Nogales. O el de Pepe de la Matrona, superviviente de la revolución mejicana de Pancho Villa, una parte tan solo de los recuerdos que le transmitió a José Luis Ortiz Nuevo. Y si resultan grandes esas peripecias, a la postre constituyen tan solo una pequeña parte de la gran epopeya del artista flamenco viajero, al que siempre hay que estar agradecido por haber puesto al flamenco “en er mundo”, como dice José Manuel Gamboa.
En el transcurso de los años, en ocasiones como resultado de esa condición viajera y, sobre todo, como consecuencia de la globalización a que asistimos, el flamenco se ha encontrado con otras culturas y otras músicas. Ante estos encuentros, no todos afortunados, por supuesto, siempre ha existido una actitud reticente, si no un rechazo directo. Y pienso que esa no debe ser la postura.
El flamenco ha ejercido de antiguo un gran poder de atracción para músicos y músicas de otras culturas o disciplinas que se han acercado a él para beber de su inspiración, de su magia o de su jondura. Los resultados han sido en ocasiones excelentes: nadie pone en duda la aproximación que realizó Miles Davis, por ejemplo, en el legendario Sketches of Spain. Como nadie se rasga ya las vestiduras por las colaboraciones de Paco de Lucía con Chic Corea o John MacLaughin.
Podríamos seguir poniendo más ejemplos, pero no son necesarios para que estemos convencidos de que el flamenco, desde su robusta identidad, no pierde naturaleza ni se desvirtúa en estos encuentros, sino que, por el contrario, sale enriquecido y fortalecido. No hay que temer a estos encuentros, tan solo ser exigentes con sus resultados y que no nos vendan jamón de bellota por lo que es solo un producto de consumo rápido, fast food o comida basura.
Luces y sombras siempre. Como en cualquier disciplina artística. Porque, eso es algo que hay que no podemos olvidar, el flamenco debe tener la consideración de cualquier otra disciplina escénica o artística. Siempre será siempre difícil la lucha por ese espacio, y más en un país en el que la cultura ocupa un lugar secundario, si no postrero. Por poner un solo ejemplo: ¿se han parado a pensar el espacio que este arte ocupa en, por ejemplo, las televisiones de ámbito estatal? ¿Y en la autonómica?
Luces y sombras. Entre artistas, periodistas y aficionados se da una general coincidencia a la hora de valorar de una forma muy positiva el momento creativo actual, un momento que se califica de dulce, pero que no oculta las dificultades materiales ni la incertidumbre sobre el futuro de este arte.
Luces y sombras. Gozamos de una generación de jóvenes artistas, en muchos casos brillante, que tiene acceso a una información y documentación impensable hace años y, además, al instante. Pero no por ello deben dejar de estudiar, amar y respetar el legado de sus mayores, que dieron su vida por este arte. Recae sobre ellos la responsabilidad de que no se pierda el sabor ni la identidad dentro del difícil equilibrio entre tradición e innovación, un ejercicio, por cierto, para el que no están precisamente sobrados de oportunidades. Más bien lo contrario.
Luces y sombras. En apenas docena y media de años, el flamenco ha recibido más reconocimientos oficiales que casi en toda su historia. La declaración de Bien de Interés Cultural (BIC) para los registros sonoros de La Niña de Los Peines por parte de la Junta de Andalucía en 1999 fue, quizás el primer hito de la serie. Años después, en 2007, el flamenco entra en el nuevo Estatuto de Autonomía como "elemento singular del patrimonio cultural andaluz", aunque con un carácter de exclusividad que nunca he llegado a entender. Finalmente, está su inclusión en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO de 2010, que no sé si ha añadido más valor o alguna circunstancia nueva a este arte. Pero está bien que esté ahí en esa lista, y nos alegramos sinceramente por ello, aunque sea a beneficio de inventario.
Reconocimientos oficiales que parecen dibujar un paisaje con viento a favor para el flamenco, pero que las precariedades a la crisis debidas privan de su debida y lógica plasmación práctica. El flamenco sigue afrontando la crisis a pelo, con el esfuerzo de nuestros artistas y soportando el mismo gravamen del salvaje 21% de IVA para sus producciones y espectáculos.
Son las mismas luces y sombras que nos hacen ver un paisaje claro y optimista unas veces o negro y pesimista en otros. Frente a uno u otro estado, creo que el aficionado flamenco ha de mantener la modestia y el orgullo. La modestia porque no se puede perder de vista que estamos ante arte que, se quiera o no, es minoritario, pero muy grande. Por eso, tenemos que mantener también la dignidad y el orgullo. Desde la firmeza de ser poseedores de un arte incomparable, debemos estar tan orgullosos de nuestro pasado como de nuestros creadores presentes y de un arte que es muy plural. Su cante, su baile y su toque iluminan nuestros días y nos hacen ser más felices.
¡Viva, pues, el flamenco, sus artistas y sus aficionados. Y larga vida a este arte grande y nuestro!