Llegan tarde estas letras. Mis disculpas. Pero no por ello quiero se sean menos relevantes. Porque lo que aconteció en el Cenador de la Alcoba del Real Alcázar de Sevilla el último lunes del mes de agosto así lo merecen. Tanto por lo que allí ocurrió como por cómo ocurrió, y que tuvo como protagonistas al granaíno Antonio Campos y al sevillano Dani de Morón.
Compadres, amigos y compañeros desde hace más de tres lustros, concretamente 17, estos Rinconete y Cortadillos jondos - obra en la que se conocieron- fueron capaces de volver a poner por cuarta vez en el verano el cartel que dice que todas las localidades estaban ocupadas para ver como ambos caminaban por los diversos 'campos' del flamenco.
Y digo bien lo de caminar porque el recital fue un magnífico recorrido por las diversas ramas que del mismo tronco jondo salen. De la mano de una guitarra que siempre estaba lista al final del camino para recoger la voz peregrina, Antonio Campos fue recorriendo uno a uno los diversos estilos que engloban las distintas paradas y compases que tiene el cante flamenco su formato más ortodoxo.
Partiendo del mundo de la cantiña, valientes de inicio y mesuradas al final, ambos fueron realizando escala en universo de alegrías - de Cádiz y de Córdoba-, las romeras, el mirabrás y, como no, las propias cantiñas dándole cuerpo a una de las ramas más melódicas y dulces que tiene el cante jondo o, en cambio, mostrando la racialidad a través de los corridos y romances - el de la monja- que desembocan en la petenera.
La tercera escala tenía parada en el compás binario. El universo del tango y las marianas. Desde Hungría hasta la misma 'Graná', sin olvidarnos de los ritmos azambrados sacromontinos y los jaleos, tanto en lengua romance como romaní, destacando este por ser uno de los pasajes más interesantes que nos dejaron tanto Antonio Campos como Dani de Morón.
Al igual ocurrió con esos que riegan como afluentes el río caudaloso de la reina de los cantes - la soleá- donde caminanos también por la caña, el polo junto con los estilos de soleares de Cádiz, Triana, Alcalá o la melódica apolá ejercieron de escolta de forma más que sobresaliente por cuanto tiene de complejidad ir cambiando de un estilo al otro sin perder ni el sentido ni la forma, casando el cierre en compás de soleá por bulerías, rindiendole tributo a Manuel Molina y a Triana.
El reloj inexorablemente iba marcando el paso del tiempo - no se quedó sin pilas aunque algunos lo desearan desde el público- y los cantes que reflejan el dolor más presente iban a ser el preludio de comienzo de la recta final. Así, el compás de cinco por ocho de la seguiriya fue desencandenando momentos entre los que pudimos recordar pasajes que se hicieron grandes de la mano de Agujetas, Manuel Torre, rematadas con los cantes del Ciego de la Peña y sus faluchos.
Por último, como es casi de obligado cumplimiento, la bulería fue la encargada de cerrar la poco más de una hora de recital. Desde las cadencias de las alboreás, fuimos viviendo los rituales gitanos para llegar al Cádiz más saleroso, el Jerez mas imperial o Lebrija y sus romances. El compás de doce tiempos que mueve el flamenco de forma asimétrica fue el que puso fin a este recital de cante 'tardoantiguo' en el que caminamos encantados junto a Dani y Antonio por los 'campos' flamencos de Andalucía pero que, por cuestiones de protocolo y exigencias del guión, obligan a que estos encuentros tengan una hora casi exacta de inicio y fin, a pesar de que la noche estaba para no moverse del asiento.
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