Carmen alza la voz

Con María Pagés sobre un escenario nada ocurre por casualidad. Todo tiene un sentido, un dónde y un por qué. De ello éramos completamente conscientes al salir del Palacio de Villavicencio camino del Teatro Villamarta, donde nos esperaba la bailaora, coreógrafa y escenógrafa sevillana para traernos una Carme de Mermimee reivindicativa y de armas tomar.

Medio siglo ha pasado, y un sinfín de propuestas recibieron su negativa a encarnar a esta tabaquera flamenca idealizada por Bizet, para que María Pagés se decidiera a trasladarla al siglo en el que vivimos y poner sobre el proscenio una propuesta escénica marca de la casa.

Ella no es de pegar pellizcos, ella te hace disfrutar y te llena el alma con sus diseños y estructuras, con su forma de tratar las coreografías, con la capacidad de reinventarse y de reinventar sobre la marcha, tratando los elementos de forma unitaria o coral. Con María Pagés de por medio, ir al teatro es como ir al Hollywood del flamenco, a la Meca del detalle o al Sinagoga de la perfección.

Y en Yo, Carmen, encontramos una mujer del siglo XXI que arrastra la problemática actual de no ser considerada en muchos momentos en igualdad de condiciones. Su Carmen sabe de vivir la vida, pero también es capaz de limpiar la casa por alegrías - magnífico el momento en el que convierte seis trapos en un mantón -, se desahoga por tanguillos delantal en mano y manifiesta sus devociones al compás de una saeta al tiempo que saca fuerzas de flaqueza para ser la rosa salvaje, la luz grana en el alba, para no ser ni más ni menos que nadie porque todos, en esta vida, estamos compuestos de la misma materia, de la misma carne y la misma sangre, como se encargó de mostrarnos en el pasaje que cierra el espectáculo, por soleá, con una bata de cola presenciamos la mejor versión de la María Pagés bailaora.